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OneDrive – La nube que pesa más de lo que vale

Vivimos en la era en que nuestras memorias ya no caben en álbumes ni en diarios con candado, sino que flotan, a la deriva, en un mar de servidores. Las fotos del cumpleaños de tu abuela, el contrato de tu primer trabajo, las ideas brillantes —o patéticas— que se te ocurrieron a las 3:17 a.m.: todo eso habita hoy en las nubes. Pero no en esas poéticas que cruzan el cielo; no, en otras más turbias, más grises. Y en ocasiones, más traicioneras.

Entre todas, OneDrive se presenta como un mayordomo digital vestido con traje de tres piezas, sonrisa impoluta y modales de manual. El problema es que ese mayordomo, en lugar de servir el té, podría estar espiando tus cajones.

La sincronía perfecta… o el espejismo bien maquillado

OneDrive forma parte del universo Microsoft 365, un ecosistema que promete orden, seguridad y eficiencia. Pero como todo ecosistema cerrado, lo que ofrece en comodidad lo cobra en control. ¿Cifrado? Sí, pero solo en tránsito y en reposo. Lo que en otras palabras significa: si Microsoft quisiera (o si algún gobierno se lo pidiera con una orden en la mano), podría leer tus archivos. No porque te odie, sino porque puede.

Y lo inquietante no es sólo eso. Lo es el precedente. En 2019, Microsoft reconoció que algunos de sus empleados —y subcontratistas— escuchaban grabaciones privadas de Skype y Cortana. No fue escándalo mundial porque, francamente, ya estamos acostumbrados a que nuestras conversaciones íntimas pasen por oídos ajenos. Pero la implicancia es clara: si eso pasó ahí, ¿por qué no podría pasar aquí?

Gratis como anzuelo, caro como hábito

OneDrive viene preinstalado. Como esos programas que nadie pidió pero que igual aparecen en tu menú de inicio, se desliza en tu vida sin hacer ruido. Ofrece 5 GB gratuitos, como quien ofrece la primera dosis sin costo. Luego, cuando tus archivos crecen como una criatura voraz, comienza la campaña de presión emocional: “Tu almacenamiento está casi lleno. Solo 99,99 € al año para evitar el desastre”. Lo llaman notificación. Pero huele más a chantaje emocional con interfaz celeste.

Y si comparamos, el panorama se vuelve aún más denso. Otras nubes ofrecen tres veces más espacio gratis. OneDrive, en cambio, te da poco, te cobra caro y encima, vigila. Como pagar por un hotel caro en el que, además, el recepcionista entra sin avisar.

La publicidad no necesita espiar: le basta con observar

Microsoft asegura, con esa ambigüedad diplomática de manual, que no usa tu contenido para fines publicitarios. Pero nadie habla de los metadatos. De los hábitos. De lo que haces, a qué hora, con quién compartes, cuánto modificas un archivo, cuántas veces abres ese Excel titulado “presupuesto 2026 (versión FINAL FINAL)”.

Hoy la publicidad no necesita leer tus pensamientos. Le basta con deducirlos. Y OneDrive es una lupa silenciosa sobre tu rutina digital. A fin de cuentas, si el oro del siglo XIX fue el petróleo, el de este siglo son tus datos. ¿Y quién maneja las plataformas donde esos datos respiran? Las grandes petroleras digitales, por supuesto. Microsoft incluida.

Integración o vigilancia con traje de gala

Aquí la antítesis duele como puñal frío: lo que parece eficiencia puede ser dominación. Usar OneDrive es aceptar una cadena de integraciones —Windows, Office, Teams, Outlook— que se entrelazan como lianas tecnológicas. Práctico, sí. Pero también opaco. Porque cuando todo está conectado, todo puede ser observado.

Y la vigilancia del siglo XXI no lleva pasamontañas. Lleva interfaz amigable, íconos redondeados y recordatorios suaves: “¿Quieres sincronizar tus archivos con todos tus dispositivos?” Sí, claro, pero ¿a qué precio?

¿Y entonces por qué seguimos usándolo?

Por pereza, por costumbre, porque “ya viene con el sistema”. Pero no olvidemos que muchas de las peores decisiones humanas comenzaron con frases como: “Bueno, ya que está ahí”. Desde aceptar términos y condiciones sin leerlos hasta elegir dictadores por aburrimiento.

OneDrive no es un villano clásico. No tiene cuernos ni risa maléfica. Es peor: es el estándar. Y lo verdaderamente peligroso del estándar es que deja de cuestionarse. Se asume. Se normaliza. Y entonces, poco a poco, sin grandes escándalos, sin titulares apocalípticos, nuestra privacidad se escurre entre formularios de consentimiento tácito.

¿Hay alternativa? Claro. Pero exige pensar

Hay otros servicios que apuestan por el cifrado real y la privacidad sin letra chica. No vienen preinstalados, ni son gratuitos en exceso. Pero ofrecen algo cada vez más raro en la nube: silencio. El tipo de silencio que no espía, que no monetiza, que no interfiere.

Porque en última instancia, usar una nube debería ser como confiar un secreto: algo íntimo, respetado, sin testigos. Y OneDrive, con sus múltiples ojos, su memoria perfecta y sus contratos ambiguos, parece más un cotilla elegante que un confidente confiable.


Epílogo: del cielo a la trampa

Si nuestras ideas, recuerdos y trabajos flotan hoy en la nube, lo mínimo que deberíamos exigir es que esa nube no tenga goteras. Pero OneDrive —tan brillante, tan útil, tan integrado— lleva tiempo filtrando más de lo que guarda.

Porque la privacidad no se rompe con una bomba. Se erosiona. Se resquebraja. Se entrega a pedacitos a cambio de comodidad, como quien cambia una carta de amor por una notificación push. Y al final, lo que parece un servicio… resulta ser una vigilancia suave, con factura anual.

Así que la próxima vez que te preguntes dónde guardar tus archivos, quizás debas preguntarte también: ¿quién los está mirando mientras duermes?

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