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Google Drive – La nube que se volvió tormenta

¿De quién es nuestra información?

Todo comenzó con una promesa tibia, casi maternal: 15 GB gratis para guardar “tus cosas”. Fotos entrañables, recibos fiscales, cartas de amor mal escritas y ese eterno documento llamado CV_2012_FINAL_definitivo_ahoraSí.docx. Google Drive llegó como un Dios menor del Olimpo digital, ofreciendo un desván celestial sin moho, sin termitas y sin llaves.

Solo hacía falta una cuenta. Y listo: tus recuerdos flotaban en el éter, inmunes al polvo y a los ladrones. Parecía que la tecnología, por fin, le había ganado una partida al olvido.

Pero, como suele pasar con los regalos generosos —y con los magos que no revelan sus trucos—, las condiciones llegaron después. Los 15 GB que en 2012 parecían una bóveda sin fondo, hoy caben en tres videos de tu sobrino jugando con una aspiradora y una carpeta de PDFs laborales que nunca abriste. Entonces aparece el temido mensaje, tan neutro como implacable: “Has superado el límite de almacenamiento.”

Y el abrazo se vuelve apretón. No más correos. No más archivos. No más pasado.
Solo la oferta: paga o borra.
Y uno paga, claro. Porque, ¿cómo borrar el video en el que tu abuelo aún baila cumbia? ¿Cómo eliminar ese PowerPoint lleno de faltas ortográficas, sí, pero también de esperanzas adolescentes? Google Drive deja de ser servicio y se convierte en otra cosa: una memoria en alquiler. Te deja recordar, sí… pero con recibo mensual.


🗂 La trastienda de la nube: ¿quién mira cuando nadie ve?

Aquí es cuando conviene frenar. Respirar. Y mirar detrás del telón.

Porque el problema no es solo económico. Es existencial.
Nos acostumbramos a llamar “nube” a lo que en realidad son servidores de acero, edificios sin ventanas y vigilancia perimetral. No es vapor, es concreto. Tiene dirección, factura eléctrica y sensores de movimiento. Y allí —entre cables y ventiladores— vive nuestro yo digital: pensamientos en bruto, errores pulidos, ideas sin terminar.

Ahora bien, ¿quién tiene la llave de ese reino de datos?

Google (y sus pares, esos dioses corporativos que no sangran) jura que nuestros archivos están cifrados, protegidos, custodiados. Que no los leen. Que ni pueden, ni quieren.
Pero entonces, ¿cómo es que sabes que necesitas un colchón nuevo antes de decirlo en voz alta? ¿Cómo es que Instagram, Amazon y hasta tu horóscopo parecen saber lo que pensaste anoche?

No se trata de imaginar empleados husmeando en tus archivos personales con risa de villano. No, eso sería de película barata.
La vigilancia hoy no tiene rostro. Es algorítmica, precisa y hasta poética. No necesitan ojos humanos para conocerte. Les basta tu sintaxis, tus hábitos, tus silencios. Y con eso, pueden dibujar un retrato de ti más preciso que el de tu terapeuta.


🔄 De la conveniencia a la dependencia

Lo más irónico —y quizá lo más trágico— es que nadie nos obligó.
Nos subimos al tren digital voluntariamente. Con gusto, incluso. Porque la nube era rápida, limpia, casi mágica. Y así, sin darnos cuenta, pasamos de usuarios a dependientes.

Ya no sabemos enviar un archivo sin Drive. Ni escribir juntos sin Google Docs. Ni recordar sin una copia de seguridad.
La nube se volvió prótesis de nuestra memoria. Y como toda prótesis, nos hizo olvidar cómo caminar solos.

Una cárcel blanca, con tipografía amable y corrector ortográfico incorporado.
Salir de ahí no es insurrección: es inconveniencia. Es volver al disco duro, al USB que nunca aparece, a la carpeta física que nadie quiere ordenar.
Pero el costo de esa comodidad es claro: nuestra soberanía digital.
Nuestros datos ya no son del todo nuestros. Viven en otra casa, bajo otras reglas. Y pueden ser borrados o bloqueados con un clic de alguien que no sabemos ni cómo se llama.


🧠 La memoria privatizada, el futuro vigilado

No estamos hablando de anécdotas. Estamos hablando de una arquitectura global de poder y control.

Cuando los recuerdos de millones —sí, millones— dependen de los servidores de unas pocas empresas, lo que ocurre no es tecnológico: es político.
No es solo tu Excel con gastos mensuales. Es la correspondencia de disidentes, los manuscritos de investigadores, las notas íntimas de un adolescente confundido.
Todo eso está almacenado en granjas de datos con fines comerciales.

Y aquí ya no hablamos de paranoia.
Hablamos de preguntas legítimas:
¿Qué pasa si cambian las políticas de privacidad sin que lo notes —como ya lo han hecho— y de pronto tu pasado se convierte en un producto?
¿Qué pasa si tu información se vuelve una herramienta de manipulación, o peor aún, de censura?

Quizás el verdadero problema no es que puedan leer lo que guardamos.
Es que no sabemos cuándo decidirán hacerlo.
Ni con qué propósito.


🌱 ¿Hay otras formas de recordar?

Y aquí llega la pregunta, incómoda pero vital:
¿Podemos recordar sin ser vigilados?

¿Existen sistemas que no conviertan nuestra información en moneda de cambio?
¿Almacenamientos que no nos cobren por no olvidar?
¿Plataformas que respeten el derecho a tener secretos, borradores y contradicciones?

Tal vez sí. Tal vez hay nubes menos densas, menos lucrativas, más humanas.
O tal vez el sistema ya está tan dentro de nosotros que cualquier alternativa suena a locura.
Pero incluso si no hallamos la salida, hacernos la pregunta es ya un acto de lucidez.

Porque si la nube lo guarda todo, también guarda la posibilidad de una tormenta.
Y frente a eso, más vale tener los ojos abiertos y el dedo lejos del “Aceptar términos y condiciones”.


¿Hay otras formas de guardar lo que somos sin vender lo que valemos?
La pregunta queda flotando.
Como una nube cargada, que amenaza con llover.

Pronto más novedades sobre este tema…

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